EL MUNDO AVANZA PESE A TODO
La lectura de este articulo te hace pensar, eso sin lugar a duda, ya que
pese a la gran cantidad de problemas, ya sea el conflicto en Ucrania, el Estado
Islámico o el frenético avance del ébola, siempre ha de quedar espacio para el optimismo y la esperanza para
que la civilización humana siga avanzando hacia un futuro mejor y más
igualitario:
“Proclamar, en plena era del ébola, del Estado Islámico y de los tambores de Guerra Fría en Ucrania, que el mundo no va tan
mal y que, si lo parece, se debe a la lente deformante de los medios de
comunicación y de las redes sociales, puede parecer una insensatez o una
provocación.
Esto hizo a finales de
agosto el presidente de Estados Unidos, Barack Obama. En una charla con donantes de su partido, el
demócrata, en una residencia privada en las afueras de Nueva York, Obama
intentó contrarrestar la impresión de que se encontraba desbordado por una
sucesión de crisis mundiales fuera de control. Las comparaciones con el verano
de 1914, cuando un disparo en Sarajevo desencadenó, por sorpresa de las
capitales mundiales, la I Guerra Mundial, llevaban semanas siendo motivo de
columnas y debates en Washington.
“Si miras los
telediarios de la noche, te da la sensación de que el mundo se derrumba”, dijo
el presidente en Nueva York. “Y la verdad es que el mundo siempre ha sido un
lío”, añadió después de repasar los conflictos del verano de 2014. “En parte, nos damos
cuenta ahora debido a los medios sociales y a nuestra capacidad para ver, en
los detalles más íntimos, las adversidades que la gente sufre”.
¿Qué hacía el presidente
minimizando este tiempo de guerras y decapitaciones? ¿Por qué culpaba al
mensajero? “¿Es la III Guerra Mundial? ¿O sólo Twitter?”, tituló una de sus ácidas columnas Maureen Dowd, de The New York Times.
Más
allá de la controversia, efímera como corresponde al ritmo de las redes
sociales que señalaba el presidente de EE UU, sus palabras incidieron en
un debate de fondo sobre nuestra época. ¿Se asoma el mundo a otro abismo, a
otro 1914? ¿O vivimos, como sostenía el personaje de Voltaire, en el mejor de
los mundos posibles? ¿Es posible que la respuesta no sea ni lo uno ni lo otro?
¿Que, como describía el célebre párrafo inicial de la Historia de dos
ciudades de Dickens, refiriéndose a las vísperas de la Revolución Francesa,
este sea el mejor de los tiempos y el peor de los tiempos, la edad de la
sabiduría, y también de la locura, la época de las creencias y de la
incredulidad, la era de la luz y de las tinieblas, la primavera de la esperanza
y el invierno de la desesperación?
De
la respuesta a estas preguntas dependerá cómo nos enfrentemos al mundo. Un mal
diagnóstico puede llevar a políticas erróneas que agraven las crisis que debían
resolver. Lo explica David Rothkopf en su último libro, National insecurity:
american leadership in the age of fear (Inseguridad nacional: el
liderazgo americano en la edad del miedo).
“Durante
más de una década, América vio amenazas por doquier”, escribe Rothkopf, editor
del Grupo Foreign Policy.
“Aceptamos la idea perniciosa, arraigada en nuestra psique nacional por los ataques al World Trade Center y
al Pentágono [el 11 de septiembre de 2001], de que, si un puñado de hombres, no
asociados con ninguna nación, podía sembrar un tipo de caos y destrucción que
escapaba a las capacidades de grandes enemigos tradicionales, entonces
estábamos en una era nueva y más peligrosa”. Un diagnóstico poco afinado
provocó una reacción poco afinada. El miedo nubló el criterio de la primera
potencia mundial.
Si
el mundo es cada vez más violento, la posibilidad de un atentado es inminente,
los virus circulan descontrolados, los hielos se derriten y el nivel del mar
crece, y la pobreza avanza sin freno, entonces urge un cambio en las políticas
de las democracias. Significa que las cosas se están haciendo mal. La ventaja
de esta percepción es que nos mantiene en alerta. Como dijo en una entrevista
George Friedman, presidente de la empresa de análisis Stratfor, una de las
fortalezas de Estados Unidos es que “nunca se fía de su buena fortuna: siempre
teme que haya un peligro agazapado que lo destruirá todo”.
Pero
si, al contrario, el mundo progresa —si cada vez hay menos pobres, menos
hambruna, menos analfabetismo, menos homicidios, menos guerras, menos
dictaduras—, no existen motivos para un viraje drástico. El riesgo, entonces,
es la complacencia. Creerse, como muchos europeos en la primavera de 1914, que
la guerra es improbable y la paz es un estado natural.
“Con
frecuencia digo a los jóvenes en Estados Unidos que este es el mejor momento de
la historia humana para nacer, pues tienes más posibilidades que nunca de saber
leer y escribir, de estar sano y de ser libre de perseguir tus sueños”, dijo
Obama en septiembre, en su discurso en la Asamblea General de
la ONU.
En
el mismo foro, el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, dijo: “Este año, el horizonte de
la esperanza se ha oscurecido”. Y añadió: “Ha sido un año terrible para los
principios consagrados en la Carta de Naciones Unidas. Desde las bombas a las
decapitaciones, desde las hambrunas de civiles deliberadas al asalto a
hospitales, refugios de la ONU y convoyes de ayuda, los derechos humanos y el
estado de derecho están asediados”.
¿El
mejor de los tiempos? ¿O el peor? “Obama tiene razón”, responde en un correo
electrónico Steven Pinker, psicólogo experimental en la Universidad de Harvard
y autor de Los ángeles que llevamos dentro (Paidos Nature), un libro
que, en 700 páginas y con un despliegue abrumador de gráficos y estadísticas,
intenta demostrar que la violencia ha decrecido y que, efectivamente, el
planeta Tierra jamás había sido un lugar tan acogedor como ahora. “Lo crean o
no —y sé que la mayoría de personas no lo creen— la violencia ha declinado
durante largos periodos de tiempo, y es posible que hoy vivamos en la era más
pacífica de la existencia de nuestra especie”, comienza el libro.
Los
ángeles que llevamos dentro se publicó en 2011, pero en el
mensaje Pinker insiste en que, pese al fracaso de las primaveras árabes
o pese la guerra en Siria e Irak, la tesis mantiene la validez. Pinker admite
que, comparado con 2012, en 2013 las guerras aumentaron, en gran parte debido a
Siria que, según algunas estimaciones, ha dejado más de 200.000 muertos.
“Pero el número total de muertes sigue siendo muy
inferior al de los años sesenta, setenta y ochenta, cuando el mundo era un
lugar mucho más peligroso”, ha escrito en un artículo que actualiza en 2014
algunos datos del libro. No solo hay menos conflictos armados: son menos
dañinos. Pinker alude a la guerra del Yom Kippur entre Israel y una coalición
árabe que duró 20 días en 1973 y dejó unos 12.000 muertos, seis veces más que el conflicto de este verano entre
Israel y los palestinos de la franja de Gaza.
A
principios de los años noventa, cuando acabó la Guerra Fría, había en el mundo
50 “conflictos armados basados en Estados”, un término que Pinker define como
aquellas situaciones de violencia organizada en las que participa un Gobierno y
en las que mueren un mínimo de 25 personas al año. En 2013 hubo 33 conflictos
de este tipo, según la información que Pinker extrae del Programa de Datos sobre Conflictos de Uppsala.
La definición de guerra es precisa: se trata de conflictos con más de mil
muertos anuales. De acuerdo con esta definición, al final de la Guerra Fría
había 15 guerras; en 2013 había siete.
En
un acto reciente en Washington, organizado por el laboratorio de ideas Cato
Institute, Pinker expuso las razones psicológicas que explican que sus ideas —o
las de Obama— topen con la incredulidad. Somos pesimistas porque tendemos a
fijarnos en las malas noticias. Lo negativo pesa más que lo positivo. Nos duele
más perder 10 euros que ganarlos. Pinker lo ilustró con una frase atribuida al
tenista Jimmy Connors: “Odio más perder de lo que me gusta ganar”. Otra razón
para el pesimismo es lo que Pinker llama “la ilusión de los buenos viejos
tiempos”. “La gente confunde los cambios en sus vidas [de la infancia a la edad
adulta y la vejez] con los cambios en el mundo”. La tendencia a creer que
aquello que es más memorable es más probable —los accidentes de avión o los
atentados terroristas, ambos infrecuentes— ayuda a explicar la prevalencia de
una visión sombría.
Pinker,
como Obama, apunta a los medios de comunicación. “El problema básico es que el
periodismo es una manera de entender el mundo que de manera sistemática lleva a
la confusión”, ha escrito. “Las noticias tratan de cosas que ocurren, no de
cosas que no ocurren. Nunca ves a un reportero en directo desde las calles de
Angola, Sri Lanka o Vietnam diciendo: ‘Estoy aquí informando de una guerra que
hoy no ha estallado”.
El
terrorismo, según Pinker, evidencia la simbiosis entre los medios de comunicación
y la violencia, porque es la táctica que permite hacer el máximo de ruido con
el mínimo de violencia. La proporción de muertos por terrorismo en el mundo es
“trivial”, dijo. Los atentados de 2001, los mayores de la historia, son ruido
en comparación con las estadísticas de homicidios o las guerras civiles,
añadió. En 2013 murieron en Estados Unidos seis personas por terrorismo: menos
de los que mueren al año porque les cae un mueble o un electrodomésticos
encima, cerca de 30 al año, según datos citados por la publicación Vox.com.
Y, sin embargo, como explica Rothkopf, 13 años después del 11-S, el terrorismo
condiciona la política exterior de Estados Unidos.
Las
visiones luminosas tienen detractores. No solo en lo que atañe a la violencia.
Sí, el número de personas que pasa hambre no ha dejado de bajar en las últimas
décadas, según los datos de la FAO (la Organización de la ONU para la
Alimentación y la Agricultura). Pero autores como Martín Caparrós, que ha publicado el
ensayo El hambre,
cuestionan el rigor de los datos, y uno de cada nueve habitantes del planeta
—más de 800 millones de personas— sigue pasando hambre. Sí, la pobreza extrema
se ha reducido en las últimas tres décadas, pero en las economías desarrolladas
las desigualdades se agravan y la última recesión erosiona a las clases medias
y las sitúa ante la perspectiva de que la generación de los hijos no disfrute
de las oportunidades que tuvieron los padres. Y aunque en 2013 el número de
democracias creció hasta 122, según Freedom House, esta organización constató que el retroceso de las
libertades y los derechos humanos supera los avances. El ascenso del
capitalismo autoritario de China y la parálisis política en Estados Unidos han
contribuido a quitar lustre a la democracia liberal, que parecía el modelo
triunfante tras la caída del muro de Berlín.
Una
de las críticas más duras al libro de Pinker la escribió Elizabeth Kolbert, periodista de la
revista The New Yorker.
Kolbert ha publicado este año The sixth extinction (La sexta
extinción). El libro recorre las cinco extinciones que se han vivido en los
últimos 5.000 millones de años en la Tierra y explica que ahora podemos estar
viviendo la sexta, que es la primera causada por el ser humano. Kolbert
especula que el homo sapiens acabe siendo víctima de esta extinción,
pero también con que la amenaza agudice el ingenio de la especie y la lleve a
inventar tecnologías para frenar el cambio climático o
a emigrar a otros planetas.
La
alarma por el cambio climático
llega al Pentágono, que en varios informes alerta de sus efectos en la
seguridad de EE UU. “El aumento de las temperaturas, los esquemas
cambiantes de precipitaciones, la subida de los niveles del mar y otros
acontecimientos meteorológicos más extremos intensificarán los desafíos de
inestabilidad, hambruna, pobreza y conflicto global”, vaticina el secretario de
Defensa saliente, Chuck Hagel, en un informe publicado en octubre.
Otros
críticos de los argumentos de Pinker —y de otros apóstoles del optimismo, como
el profesor Joshua Goldstein, autor de Winning the war on war (Ganar
la guerra contra la guerra)— se centran en la interpretación de los datos.
“Mi argumento es que las personas que sostienen que la guerra está en declive
basan su argumento empírico en el declive de las muertes en guerra. El número
de personas muertas en guerra se ha reducido. Con esto estoy de acuerdo”, dice
Tanisha Faza, politóloga en la Universidad de Notre-Dame (Indiana) y autora de
un artículo académico que rebate a Pinker y Goldstein. “El problema es que
durante exactamente el mismo periodo de tiempo —y tenemos los mejores datos
sobre muertes en batalla a partir de 1946— vemos mejoras dramáticas en el
cuidado médico en zonas de conflicto. Así que la guerra se ha vuelto menos
fatal, pero esto no significa necesariamente que se haya vuelto menos
frecuente. En otras palabras, hay un cambio: de las muertes pasamos a bajas no
letales que no se cuentan en estas estimaciones de guerra y violencia”.
Fazal
documenta que, históricamente, en las guerras había tres heridos por cada
muerto en el campo de batalla. Ahora son diez por cada fallecido. A principios
del siglo XIX, 22.000 soldados franceses murieron de fiebre amarilla en Haití.
Unos 18.000 franceses e ingleses murieron de cólera en la Guerra de Crimea
(1853-1856). “Por contraste”, añade Fazal en el citado artículo, “solo 29
soldados británicos fueron hospitalizados en Bagram (Afganistán) en 2002 porque
habían contraído una enfermedad infecciosa y ninguno murió”. Fijarse solo en
las muertes en guerra y no en los heridos entraña un riesgo: subestimar el
coste humano, lo que facilita la decisión de los políticos de ir a la guerra.
“Si las bajas se explican exclusivamente en términos de muertes, que es lo que
la mayoría de estos estudios hacen, entonces nos quedamos sin entender una gran
parte de la ecuación”, dice Fazal.
Incluso
optimistas como Goldstein ven señales preocupantes. Una es el aumento de las
muertes en el campo de batalla debido a los conflictos en Siria e Irak. Durante
la Guerra Fría eran unas 200.000 al año. En 2005 había bajado a 12.000. Ahora
son unas 45.000. “También me preocupa la guerra en Ucrania, por dos motivos”,
dice. Primero, que después de años sin conflictos armados entre Estados, un
fenómeno que parecía cosa del pasado, en Ucrania se está librando algo parecido
a una guerra de este tipo. Y segundo, el “encogimiento” de las regiones donde
había guerras se está revirtiendo. Con Ucrania vuelven el conflicto a Europa,
que parecía un continente pacificado.
“Este cambio de dirección en los
últimos años no es lo suficientemente grande como para cambiar la trayectoria
general”, dice Goldstein. Porque la trayectoria, según Goldstein, refleja un
declive de las guerras desde el final de la II Guerra Mundial. “Seguimos sin
tener guerras interestatales a gran escala, como la de Irán contra Irak o
Pakistán contra India, que fueron enfrentamientos muy destructivos. Y
ciertamente ninguna como Vietnam y Corea, ni obviamente como las guerras
mundiales. Pero hay algunas cosas por las que preocuparse. Y nunca he dicho que
la tendencia vaya a continuar. Siempre me ha preocupado que pudiera haber una
marcha atrás. Podríamos tener otra guerra mundial, podríamos tener una guerra
nuclear. No existe un proceso mágico que nos lleve a la paz mundial”.
(El Pais, 2014)
PAVARE
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