11-S: DIEZ AÑOS DESPUÉS
La Historia llama a nuestra puerta 10 años
después de un 11 se Septiembre de 2001, que podría haber sido un día como otro
cualquiera y que sin embargo se ha de recordar como el día en que cambió el
planeta para siempre.
“Es difícil
decidir si el mundo cambia en un instante o los grandes momentos históricos son
solo el exponente de un proceso largo y profundo que discurre en su mayor parte
invisible. Cuesta determinar si el 11-S transformó Estados Unidos o fue el
catalizador de un declive ya inevitable desde antes. Los 10 años transcurridos
desde aquel ataque han corroborado, en todo caso, que la gran superpotencia se
agota. No solo sufre para seguir asumiendo en solitario su papel de guardián
universal de los valores que defiende, sino que pierde terreno en la
competencia con otras naciones en un nuevo siglo que deja de ser exclusivamente
americano. No es eso mérito de los terroristas que estrellaron los aviones.
Estados Unidos no ha perdido la guerra contra el terrorismo. Quizá no la ha
ganado, ni nunca lo hará porque proponerse exterminar el terrorismo es como
proponerse acabar con el mal, una causa perdida de antemano. Pero este es un
país más seguro hoy que hace 10 años, mientras que los terroristas que lo
atacaron están al borde de la extinción y su líder, Osama bin Laden, muerto. Al
Qaeda no doblegó a EE UU ni, a la larga, ha debilitado su sistema democrático.
Al Qaeda fracasó en su misión y ha sido derrotada militar, política y
moralmente, como demuestra, entre otras cosas, el reciente alzamiento popular
en el mundo árabe. Aunque el secretario de Defensa, Leon Panetta, advertía hace
pocos días de que "el riesgo de un atentado sigue siendo muy real",
EE UU está mejor defendido, sus enemigos están acorralados y el terrorismo islámico
no es hoy la principal preocupación de los norteamericanos. No es ese el motivo
de su pesimismo actual ni la causa de la fatiga de su país. Tanto el desánimo
como los síntomas del ocaso son estrictamente made in USA. Sin embargo, existe una conexión entre el ataque
del 11 de septiembre y el comienzo del declive norteamericano que no es
solamente circunstancial y que resulta esencial para comprender la situación de
este país 10 años después. Primero es necesario, no obstante, establecer, en
los términos apropiados, la decadencia ocurrida en este periodo. Esta puede ser
una década trágica en la historia de EE UU, en el sentido de que ha cedido
parte de su poder, pero en absoluto es una década perdida. El país ha
progresado enormemente en este tiempo. La aportación de la ciencia
norteamericana ha sido decisiva para el desarrollo de la investigación
genética, la creación de vida artificial o los descubrimientos astronómicos.
Las nuevas tecnologías de Internet, con el encumbramiento mundial de la marca Google
y la consolidación de redes sociales como Facebook o Twitter, han abierto
nuevos horizontes a la comunicación y le han dado un poderoso instrumento de
expresión a ciudadanos de países que sufren el silencio impuesto por las
tiranías. Millones de inmigrantes se han sumado a la búsqueda del sueño
americano, atraídos por una economía que sigue siendo, con gran diferencia, la
mayor y más sólida de un solo país. El reciente ataque a Libia demostró que los
medios militares norteamericanos son todavía inigualables y que la OTAN no
sobreviviría sin la dirección y la aportación estadounidenses. Al mismo tiempo,
la presencia de la flota y las tropas norteamericanas sigue siendo esencial en
la contención de países como Corea del Norte o Irán y para el mantenimiento de
un equilibrio pacífico en los cinco continentes. En estos 10 años, también la
sociedad norteamericana se ha modernizado interiormente, ha crecido el respaldo
popular a causas como la protección del medio ambiente o el matrimonio entre
homosexuales, y ha sido testigo de una impresionante movilización política de
los jóvenes que permitió la elección del primer presidente negro de la historia
del país, Barack Obama. Los progresos son evidentes en otras áreas sociales,
culturales, económicas y políticas: la comunidad hispana está mejor integrada
-una latina ocupa por primera vez un puesto en el Tribunal Supremo-, ha crecido
extraordinariamente el índice de lectura gracias a la implantación de los
soportes electrónicos, la renta per
cápita de los norteamericanos ha aumentado en más de un 25% y, pese a la
actual etapa de división partidista, el sistema democrático ha sabido
regenerarse después de unos primeros años en los que la Administración de
George Bush lo puso contra las cuerdas.
El
Estado de derecho ha acabado siendo más fuerte que la presión que se ejerció
sobre él para amoldarlo a las conveniencias políticas. Una tras otra, todas las
medidas impuestas por el Gobierno anterior para violar los límites de la ley
-las torturas, las cárceles secretas de la CIA, las escuchas telefónicas, las
detenciones indefinidas, los arrestos sin pruebas- han sido derribadas, bien
por las instituciones de justicia o por la movilización de la sociedad civil, a
lo largo de estos 10 años. Y aunque aún queda abierto Guantánamo -de lo que hay
que culpar tanto al Congreso, por impedir su cierre, como a Obama, por su falta
de liderazgo-, el panorama de la democracia norteamericana ha recuperado la
normalidad. Pese a todos estos éxitos, la hegemonía de EE UU es hoy menor que
hace 10 años. No exactamente por lo sucedido entonces, como decíamos antes,
pero sí vinculado a aquello. El 11 de septiembre de 2001 el territorio
continental de EE UU fue por primera vez en su historia objeto de una agresión
extranjera, se produjeron más muertos que en el bombardeo de Pearl Harbour y
fueron derribadas las Torres Gemelas de Nueva York. No solo fueron atacadas: se
desmoronaron como dos enormes colosos de barro ante los ojos atónitos de toda
la población, lo que psicológicamente hace una gran diferencia. También fue
atacado ese mismo día el Pentágono, pero rápidamente fue reparado y ahí sigue
hoy, sin que nadie le preste ni la mitad de atención. Una humillación así
exigía una respuesta contundente, y el encargado de ejecutarla fue un
presidente que encontró en ello la razón para imponer un proyecto y una
ideología particulares. Nadie podía pararlo. Internamente, casi un 60% de los
norteamericanos estaban en ese momento dispuestos a sacrificar sus libertades a
cambio de la seguridad que Bush les prometía. Externamente, la fuerza militar
de EE UU era incontenible, y en esa oportunidad contaba, además, con la
justificación de quien actúa en legítima defensa. Podía haber hecho,
literalmente, cualquier cosa que le hubiera venido en gana. Invadió Afganistán,
en un acto efusivo de cólera y venganza, sin método ni estrategia. Ciertamente,
en Afganistán estaban los autores intelectuales de la agresión sufrida, que
encontraron allí cobijo y sustento. Pero estos pudieron huir antes de caer en
manos de los soldados invasores y lo que quedó detrás fue una guerra sin
sentido ni fin que aún se sigue librando hoy y cuyos costes políticos y
económicos se siguen pagando todavía. Aquello parecía, sin embargo,
insuficiente para compensar la afrenta recibida, y el Gobierno encontró en el
cajón un proyecto previamente diseñado para invadir Irak y derrocar a Sadam
Husein con la excusa de que, en aquellas circunstancias tan adversas, EE UU no
podía convivir con el riesgo de un régimen de esa naturaleza al que acusaba de
tener armas de destrucción masiva. Pese a demostrarse la falsedad de ese dato,
tanto Bush como su vicepresidente, Dick Cheney, han seguido, en recientes
biografías, reivindicando la necesidad de esa guerra, con el argumento de que
el mundo sería mucho más inseguro si Sadam Husein hubiera seguido en el poder. Quién
sabe cuál hubiera sido la suerte del dictador iraquí si EE UU no hubiera
intervenido. Quizá habría sido destituido por sus propios compatriotas, como
Hosni Mubarak o Muamar el Gadafi, o quizá sería un aliado norteamericano contra
Irán, como fue en algún momento de la historia. Lo cierto es que hace tiempo
que los norteamericanos dejaron patente su oposición a ambas guerras -mucho
antes y mucho más claramente a la de Irak-, en las que llevan perdidos a más de
6.000 soldados, el doble de los muertos del 11-S. En esas guerras,
particularmente en la de Irak, EE UU enterró más que hombres y mujeres: enterró
también su prestigio como nación. Cuando Obama asumió la presidencia, la mayor
parte de los europeos consideraba a EE UU una mayor amenaza para la paz mundial
que cualquier régimen árabe. En países esenciales para la estrategia
norteamericana, como Turquía, la popularidad de EE UU bajó del 20%. En el
conjunto del mundo musulmán, la guerra de Irak y la reacción norteamericana al
11-S generó un movimiento de simpatía hacia las ideas de Al Qaeda que solo pudo
ser contenido, años después, cuando se produjo un relevo en la presidencia en
Washington y quedó claro que la mayoría de las víctimas de Al Qaeda eran musulmanas
y que la opresión de los árabes no venía del otro lado del Atlántico sino desde
las capitales de sus propios países. EE UU gastó más de un billón de dólares en
Irak -la cuenta crecerá hasta la retirada total a finales de este año- y lleva
invertido algo más de eso en la guerra de Afganistán. Si se le añaden los
gastos suplementarios que esos conflictos han supuesto en la Administración del
Pentágono y de las fuerzas armadas, se calcula que se han dedicado tres
billones de dólares a dos guerras políticamente perdidas.
Aún
peor que el error de las guerras fue la obsesión por la seguridad. Aunque los
políticos norteamericanos presumen de que sus compatriotas supieron vencer al
miedo, es innegable que EE UU se sintió vulnerable después del 11-S y que ese sentimiento
de vulnerabilidad colectiva se trasladó a cada uno de los individuos hasta el
punto de transformar sus vidas. La cotidianidad de los estadounidenses se llenó
de códigos de seguridad naranjas o rojos. Cada viaje se convirtió en una
penitencia de controles y riesgos. Periódicamente, esta o aquella ciudad se ve
todavía soliviantada por una amenaza de atentado, real o exagerada. El país
vive en una especie de alerta continua ante enemigos ocultos que esperan la
menor distracción para hacerle daño. Como consecuencia, el aparato de seguridad
ha crecido desproporcionadamente y la burocracia que lo sostiene ha echado
sobre las espaldas de esta nación más peso del que es capaz de sostener. Desde
el 11-S se han creado el Departamento de Seguridad Interior, la Oficina del
Director Nacional de Inteligencia y el Centro Nacional Contraterrorista. Se han
ampliado la CIA y el FBI y se les ha dado nuevos y más extensos poderes. A
cambio de seguridad, EE UU ha perdido frescura y agilidad. Y ha gastado
toneladas de dinero. De acuerdo con los cálculos de Dennis Blair, antiguo
director de inteligencia con Bush y Obama, EE UU emplea actualmente unos 80.000
millones de dólares (casi 60.000 millones de euros) al año exclusivamente en
labores de protección y vigilancia, sin contar las guerras y los despliegues
militares. El resultado es que EE UU empezó este siglo con superávit
presupuestario y hoy acumula un déficit de 1,5 billones de dólares y una deuda
de más de 14 billones. En su discurso ante el Congreso esta misma semana, el
presidente Obama advirtió, en alusión a la situación económica, que "es
necesario establecer prioridades porque simplemente no podemos hacerlo
todo". El mayor poseedor de la deuda acumulada en este periodo es China,
cuya economía era hace 10 años cinco veces menor que la norteamericana y hoy,
mientras EE UU perseguía sombras en desiertos lejanos, se ha convertido en la
segunda mayor del mundo. La alarma económica no llegó, sin embargo, hasta que
en 2008 no se produjo la quiebra del sistema financiero y el estallido de una
crisis cuyos flecos todavía se sienten hoy. Probablemente el peor efecto a
largo plazo de esa crisis es la desconfianza que generó hacia el sistema en el
que los norteamericanos han creído siempre. De repente, los ciudadanos de este
país se han hecho hostiles a los bancos, al dinero y a las autoridades
responsables de administrarlos. El pueblo celebrará hoy sin duda el
levantamiento de nuevas y prometedoras torres en el World Trade Center, pero
esa celebración se ve paliada por la cruda e inmediata realidad de un paro de
más del 13% en el sector de la construcción. Esta es, sin duda, una nación con
una fe en sí misma y una capacidad de revitalización realmente envidiables.
Puede ser perfectamente capaz de adaptarse a una época volátil que exige un
dinamismo del que hoy carece. Para ello son más precisas las reformas
estructurales que el Ejército. Pero, aun teniendo éxito en esa tarea, la
supremacía indiscutible de la que gozó durante la mayor parte del siglo pasado
probablemente desapareció para siempre entre las cenizas de la Zona Cero.”
(Fuente: El País)
En mi más humilde opinión , el 11-S supuso
un antes y un después, tanto en la Historia Estadounidense como en la Historia
Mundial, tanto por ser uno de los Atentados Terroristas más brutales de la
historia ya que causaron más de 3000 muertos y más de 6000 heridos, como por
ser el principio del reinado de EEUU como la gran potencia mundial que es ya un
hecho que va ser desbancada por el gigante chino, debido a que tras los atentados,
EEUU inició la Guerra de Irak que supuso la perdida de miles de perdidas
humanas, tanto civiles y militares, además de un despilfarro de algo más de un
billón de dólares. Por lo tanto este día 11 de Septiembre será recordado como
un día de dolor para miles de familias por la perdida de sus seres queridos y
por ser el principio del fin de la supremacía estadounidense en el mundo.
PAVARE
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